El pasado mes de julio, 2018, visitamos Myanmar (antiguo Birmania) por segunda vez, después de diez años. Alguien me ha preguntado que por qué otra vez, con todos los países que hay en el mundo y el poco tiempo del que disponemos para viajar. La respuesta la tengo muy clara: su gente; la calidez de su sonrisa, la alegría de sus niños, las caras maquilladas con raíz de tanaka de sus mujeres y niños, su hospitalidad, la tranquilidad y paz que te transmiten… (aunque no hablemos el mismo idioma).
El país es dorado porque encuentras colosales estupas, pagodas, templos y budas por doquier repletos de hojas de oro brillando hasta deslumbrarte. En mi opinión, el budismo que practican, tan tolerante, les impregna esta forma especial de ser. La gran cantidad de monjes y monjas que encuentras por todas partes (¡que ya esta vez disponían de móvil!) pintan con sus atuendos marrones o rosados, el paisaje verde, exhuberante y con muchos arrozales.
Otra delicia es su cocina; muy sencilla pero exquisita, de temporada, con mayoría de verduras y mucho jengibre.
La estancia esta vez ha sido de diez días: dos en Yangón, tres en Bagán, uno en Monywa, uno en Mandalay y Amarapura y tres en el Lago Inle. En nuestra opinión, está bien ajustado aunque habría estado mejor aumentar uno en Mandalay y visitar Mingún (lo hicimos la vez anterior y merece la pena). Los absolutamente imprescindibles son Bagán, el Lago Inle y la pagoda de Shwedagon (Yangón). Contratamos los desplazamientos y el alojamiento con una agencia local Pegu Travels . Nos ofrecieron también tres días de guía en inglés.
Les dejo, a continuación dos vídeos de muestra para hacer boca…
Y algunas fotos del resto, realizadas por Agustín Jiménez Guerra , a quien agradezco enormemente que me las haya cedido y dejado publicar: